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LA REVOLUCIÓN DEL CAFÉ


La palabra "café" tiene orígenes árabes, y era llamado "qahwa". Fue precisamente en el territorio árabe de Yemen donde los granos del árbol del café fueron tostados y molidos por primera vez, para más tarde introducir su consumo en Italia a mediados del siglo XVI y de allí al resto de Europa, América y a casi todo el planeta.


Los árabes tuvieron el monopolio del café durante casi un siglo, hasta que los marinos neerlandeses de La Compañía de Indias Orientales fundaron plantaciones de café en la Isla de Batavia o Java, Indonesia, en la última década del siglo XVII.

Para aquel entonces, Holanda era una potencia comercial y obtuvieron el control del mercado cafetalero reduciendo considerablemente su precio cuando consiguieron cultivarlo en invernaderos.

Los primeros grandes consumidores del café fueron los londinenses y según un censo elaborado en 1666, antes del gran incendio existían ya 83 locales que vendían y ofrecían la infusión, y para finales de siglo, esta cifra había aumentado a más de 3,000 establecimientos que fueron llamados genéricamente “Coffee Shops” o cafeterías.


Carlos II intentó en vano cerrar estos establecimientos con el pretexto de que "eran lugares malditos y subversivos donde los parroquianos se dedicaban a conspirar", y en ello tuvo bastante razón. Lo cierto es que la fiebre del café y el pensamiento racional proliferaron imparables.


Gran parte del éxito de ambos fenómenos culturales se debió, a que según las palabras de un observador inglés, "esta bebida da una mayor sobriedad entre el pueblo, manteniéndolo alerta y estimulado", al contrario de lo que sucedía en el pasado en donde las bebidas más populares eran la "neblinosa cerveza que abruma cualquier cerebro", y el vino o "el dulce veneno de la traicionera uva".

El café era la antítesis de ambos, pues según un poema anónimo publicado en 1688, un "bowl of coffee" es "… el serio y saludable licor, que sana el estómago, acelera el genio, alivia la memoria, revive al triste y anima el espíritu, sin volverle loco". Y todo esto por un módico precio, tan accesible que prácticamente cualquier persona podía darse el lujo de consumir un cuenco o taza de la bebida pagando tan solo dos peniques.

Lo cierto es que las cafeterías británicas eran la mejor expresión del espíritu de la tolerancia y la igualdad indiscriminada, pues como rezaba una rima de la época: " Las diferencias sociales fenecen a la puerta del café, y nobles, comerciantes, todos son bienvenidos, y pueden estar sin afrenta reunidos".


Así, las cafeterías se convirtieron en autoeducación, difusión de noticias, intercambio de ideas, el coloquio ilustrado, la promoción de innovaciones científicas y comerciales. En su interior circulaban libremente las publicaciones "The English Post", " Flying Post", o " The London Gazzette ", y era el común denominador según las crónicas de la época que "los cafés estaban bien iluminados, adornados con anaqueles para libros, espejos, cuadros con marcos dorados y buenos muebles, contrastando con la penumbra y la sordidez que caracterizaba a las tabernas".


Cruzando el Canal de la Mancha, el café como bebida de la razón también triunfaba en el territorio francés, y de manera muy particular, en la Ciudad de París y a decir de un relator de un historiador de principios del Siglo XVIII "los cafés parisinos son visitados por personas respetables de ambos sexos; vemos entre ellas muchos tipos diversos: hombres de mundo, mujeres coquetas, abates, patanes, periodistas, las partes de un pleito, bebedores, jugadores, parásitos, aventureros en el campo del amor o la industria, jóvenes de letras… En una palabra, una serie interminable de personas".


En sus memorias, Denis Diderot cuenta que todas las mañanas su esposa le daba nueve "sous" ( antigua moneda francesa procedente del solidus romano) para que pagara su consumo del día en el Café de la Regence, el establecimiento que utilizaba como oficina.


Allí sería donde Diderot terminó en 1772 de compilar los 28 volúmenes de la "Encyclopédie", obra fundamental para el pensamiento ilustrado que contó con la colaboración de Jean Le Rond d’Alambert, Voltaire, Jean Jacques Rousseau y Charles Louis de Secondat Montesquieu, entre muchos más escritores, científicos y filósofos influenciados por el pensamiento de John Locke.


Sin embargo, los cafés parisinos además de ser un espacio donde imperaba el elogio a la razón, la secrecía y moderación eran cuestiones de vida o muerte, ya que la presencia de espionaje gubernamental y la censura sistemática de la libertad de expresión, llevó a muchos apasionados parroquianos que osaban expresar en voz alta cualquier comentario en contra del Monarca, directo y sin retorno a la Cárcel de La Bastilla.


Otra de las anécdotas que tienen en común el pensamiento ilustrado y el café, la infusión de la razón, sucedería el 12 de julio de 1789. Cuenta el historiador Jules Michelet, testigo presencial del suceso, que atardecía en París y el "Café de Foy", como muchos otros establecimientos , estaba literalmente abarrotado de ansiosos parroquianos que a grandes voces expresaban su voluntad por derrocar el régimen monárquico… "cuando repentinamente el joven abogado Camille Desmoulins se encaramó sobre una mesa y blandiendo una pistola, gritó: "¡A las armas, ciudadanos! ¡A las armas!".” Su grito encontró eco, y en un abrir y cerrar de ojos París se sumió en el caos; dos días después, una muchedumbre furiosa asaltó la Bastilla.


Todo comenzó en un Café, pero su réplica no terminaría allí, pues nosotros, en pleno tercer milenio, estamos viviendo una nueva revolución del pensamiento en donde las Cafeterías que ofrecen acceso libre a la “Red de Redes” nos siguen convocando al coloquio ilustrado.


Hoy como ayer "desde las profundidades de la negra bebida, nace la revolución".


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